La silueta de un ogro
¿Quién es Luis Chitarroni?
Siluetas, Luis Chitarroni, La bestia equilátera editores, Argentina.
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Voy a remitirme aquí a unas cuantas quejas que guarda vagamente mi memoria, y a una idea luminosa de Sorel sobre el lenguaje. Las quejas: en ciertas páginas de La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper denuncia el hermetismo de ciertos filósofos, particularmente el de Hegel, e infiere que el pensamiento arcano esconde muy a menudo una farsa; “farsante” llama a Derrida un atrevido Vargas Llosa, que por décadas ha venido promoviendo eso que llama “hiegiene intelectual” y que consiste básicamente en escribir con un lenguaje claro, accesible a la mayoría de lectores; lectores como Francis Fukuyama, que decía que el lenguaje de los Braudillard, los Barthes, los Bordieu, en nada ayuda al público mayoritario a entender sus propias circunstancias. Con una vocación democrática admirable en los predios del mercado libre, los escritores conservadores añoran también la pervivencia de un lenguaje decimonónico para el ensayo, al cual casi le asignan el deber cívico de educar a las masas mediante la reiteración de las ideas, la claridad del mensaje y el uso de una sintaxis poco menos que estandarizada. A Sorel, que también buscaba convencer a “las masas”, le hubiera gustado que la realidad del lenguaje fuera así de simple. Pero vio claramente que la realidad del siglo XX, caótica y en constante estado de mutación y conflicto, reclamaba un lenguaje que reflejara tal complejidad: un lenguaje vivo y cambiante, abierto a las terminologías de las nuevas ciencias, capaz de liberar al lector de los simplismos, las dicotomías artificiales, las ideas digeridas y las frases hechas. El resultado es casi siempre un estilo hermético de escritura. Hermético como los tiempos. Como el caos. La dispersión.
Principios del siglo XXI, sin novedad en el frente. Mario Vargas Llosa sigue escribiendo igual y es ilegible, aunque todos lo comprendan. En México se acaba de publicar un enorme tomo que aboga, en centenares de páginas, por esa transparencia y comunicabilidad que otros defendieron, suficientemente, en unos cuantos ensayos o párrafos. Sin ninguna intención política aparente, Luis Chitarroni parece encaminado a escribir una obra que, al margen de sus méritos literarios, pone en tela de juicio la vocación democrática del estilo, al tiempo que revela el pasmante anacronismo de nuestros ensayistas, que a pesar del siglo transcurrido parecen, parecemos, ramas diminutas de un árbol omnipotente llamado Ortega y Gasset. Gracias a Dios, Chitarroni es borgeano y arcano. Y por la oscuridad de su prosa, candidato firme a ocupar un capítulo extra de “la genealogía de la soberbia”. Incluso en Argentina, donde el debate intelectual tiene más altura que en otras regiones del continente, abundan intelectuales que manifiestan abiertamente no entender ni jota de lo que dice Chitarroni, cuya imagen es la de un ogro recluido y anglófilo que se pasa la vida agregando sombras a sus escritos para desesperación de colegas extraños a su cenáculo.
Yo, por mi parte, he gozado de su libro Siluetas como no gozaba con un libro de ensayos desde hace mucho. Y creo que ello se debe a que este pequeño libro radicaliza o transforma, en cierta medida, los hábitos de lectura. Siluetas no solamente obliga a consultar constantemente otras fuentes en busca de claves que permitan penetrar el laberinto del texto; también obliga, en medio de la lectura, a la relectura concentrada, porque las oraciones casi nunca se unen con el cansado rigor de la causa y el efecto ni son una promesa de la oración subsecuente. La cifra de cada texto es huidiza, oblicua, indistinguible. Como si la dificultad fuera el único camino hacia la conclusión o el giro estilístico memorable; o como si la idea luminosa, por provisoria que sea, pudiese solamente asomar en un denuedo de sombras. La aventura trabajosa del lenguaje es, sin embargo, deslumbrante, y el libro de Chitarroni está lleno de hallazgos como éste:
“El riesgo de los escritores occidentales cuando rememoran es recordar demasiado; el de los orientales, recordar demasiado poco. La rama que oscila, la bocanada de vapor que la madrugada confunde con las palabras dichas ayer al viento, el canto frugal de un ruiseñor, no se sublevan a la costumbre del olvido; se someten a esa ley repetitiva y frágil como si un estertor agónico fuese una rima. Por eso los poetas japoneses prescinden también de los signos blandos de la simetría. El poema, podemos sospechar, no pertenece al reino de los desmemoriados, que tienen necesidad de recordar todo, sino a la paciencia fugaz de los memoriosos del instante, que todo lo olvidan”. (Silueta de Izimu Shikibu)
Nos ata al discurso, también, la meticulosa elección de adjetivos. Como Borges, Chitarroni sabe que el adjetivo es un riesgo, que su uso, en nuestros tiempos, se limita a lo estrictamente necesario. Hay un rechazo frontal por los textos verbosos, excesivamente descriptivos, que en su angustiante rutina no hacen sino repetir el eco de frases trajinadas hasta el tedio. El cementerio de los adjetivos es vasto, y ante tal evidencia, Borges supo aleccionar en la creativa contiguidad de las palabras: recordaba por ejemplo, ese hermoso verso de Quevedo, que es a un tiempo antítesis e hipérbole: “El llanto militar creció en diluvio”. Chitarroni es un magnífico alumno. Sus adjetivos, calculados con finura y perspicacia, son únicos y necesarios a su estilo: “una mujer de belleza segura”, “un viento desalentado”, “un espejo demorado”, “ruinas sonoras”, “silentes cenotafios”, “la lejana disciplina de las estrellas”, etc. A veces, estos adjetivos son un instrumento ineludible en la construcción de párrafos laberínticos que intencionadamente cuestionan el apogeo de la síntesis, como esta perifrástica solución que pretende iluminar en torno a una diferencia esencial entre Fernando Pessoa y su coterráneo Miguel Torga: “Si bien empezó escribiendo poesía y manteniendo con Pessoa una relación epistolar, los corresponsables discontinuos del indisciplinador de almas están en las antípodas del refugio o de la remota morada que habita este Torga central y de una sola pieza”.
Múltiples son los recursos de la prosa cincelada del ogro argentino. A pesar de sus pocas páginas, Siluetas es un libro denso, difícil, impenetrable para quien no es un iniciado o no aspira a serlo. Pero acaso su lección primordial sea que el deber principal de un escritor es batallar con las palabras, luchar porque las mismas expresen la nebulosidad de la vida. Me refiero, en suma, a ese compromiso interior con el estilo, que cuando es real, conlleva además un compromiso político, aunque el mismo escritor no sea consciente de ello.
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Las siluetas de Chitarroni no son biografías breves. Tampoco son retratos. Son más bien bosquejos que obligan a seguir las pistas de un enigma. El peligro del biógrafo es a veces la abundancia, el del retratista la fijación de un concepto. El perpetrador de siluetas elige necesariamente una brevedad concentrada y toma de su objeto apenas los contornos, delineados con escasos signos que la inteligencia descifra en medio de la infinidad que escapa. El resultado es una galería de sombras cuya delicadeza consiste en respetar los misterios. Ajena a los archivos escolásticos con que los secretarios de la literatura pretenden, a través de los siglos, plasmar la dimensión espiritual y vital de un hombre y su época. No existe en la silueta la tentación morbosa del rompecabezas, sino solamente el marco difuso de un discreto lienzo donde se mueve a placer un fantasma.
Al libro puede atribuírsele tranquilamente un subtítulo tácito: Vidas paralelas, mas no al estilo Plutarco. Porque cada sombra, cada silueta, convoca a una figura mayor que el canon santificó con puntuales hagiografías y exégesis. El fantasma de Constant trae a la memoria la presencia carnal de Chateaubriand, el de Svevo arrastra la sombra paterna de su maestro Joyce, Miguel Torga sobrevive en desventajosa lucha contra los heterónimos de Pessoa, Bohumil Hrabal aparece para convencer que Checoslovaquia existe más allá de Kundera. Casi todos los bosquejos son de personajes oscuros, secundarios, como si el autor de estos textos buscara intencionalmente sociedad entre los relegados. Se siente, por momentos, una conjura universal del silencio, o mejor dicho, de la media voz, casi inaudible.
Algunos años atrás, Javier Marías empleó un fino sentido del humor y anécdotas precisas en la literaria empresa de convertir a una veintena de escritores en personajes. El resultado fue un libro notable: “Vidas escritas”. En “Siluetas” se observa un proceso milagrosamente inverso: tras el personaje, hallamos inesperadamente al autor. Ningún ejemplo ilustra mejor esta idea que la silueta de Oliver St John Gogarty –atlético poeta y humorista irlandés que un vengativo Joyce convirtió en Buck Mulligan en su Ulysses.
Chitarroni dirige nuestros pasos por su galería del olvido con mano segura. Y cuando uno lee fragmentos, cuentos o poemas escritos por sus personajes, uno entiende esa felicidad meticulosa del lector que halla placer en textos raros. Hay que agradecerle, en suma, por El cuaderno rojo de Constant, la trivia de Logan Pearsall Smith, los versos de Tristan Corbiere y las promesas de ensueño de Kubin. Y también esa capacidad inagotable para el ingenio, que suscita en el lector, muy a menudo, carcajadas delicadas de ogro. Carcajadas que se vuelven sonrisas y se quedan como tales por muchísimo tiempo. Con esas cuotas de intuición risueña cierro esta reseña… Oiga usted la voz de un ogro no tan equilátero que como una sombra sobrevive en Buenos Aires:
“A pesar de los esfuerzos maternos, sin embargo, Logan logró equivocarse de error: en lugar de ser joven, quiso envenenarse de años; en lugar de envejecer, quiso ser milenario; en lugar de una eternidad suntuosa, quiso una longevidad incómoda. “ (Silueta de Logan Pearsall Smith)
“Había nacido para ser Proust, pero la ventaja de este hecho lo disuadió en lugar de animarlo, acaso porque Proust abusaba con anterioridad de tal condición”. (Silueta de Charles Du Bos)
“Ford Madox Ford era más sentimental que mentiroso, pero siempre aspiró a revertir esa condición: la mentira le parecía más artística que el fracaso”. (Silueta de Ford Madox Ford)
“Las ventanas, las pompas de jabón, los diminutos museos que Cornell arma… casi no merecen este siglo; ofician secretamente una liturgia de eternidad pretérita, se demoran en la antiguedad perfecta de la infancia”. (Silueta de Joseph Cornell)
“Cronista ulterior, biógrafo a regañadientes, al pobre muchacho no le quedó otra gloria que el apellido compuesto”. (Silueta de Logan Pearsall Smith)
“…la adolescencia… edad ingrata que Nabokov, como Feiling, transitaba con británica puntualidad unos años antes que cualquier mortal”. (Silueta de Anthony Hope)
“Es tarde ya en esta página y no tengo tiempo de comprobar que me equivoco"
(Publicado en el blog de la editorial 7Vientos)