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Charlot en "luces de la ciudad"

La sonrisa de Chaplin

Ese pequeño gesto de dolor del hombre oprimido por la injusticia. 

Publicado: 2014-05-24

Siempre, desde que era niño y vi sus primeras películas en el viejo televisor de mis padres, sentí que Chaplin ocultaba, o mejor dicho, revelaba a su pesar, una melancolía profunda. Una melancolía que no provenía de ese mundo industrial e inhumano que filmó hasta el cansancio, prolífico en factorías, barrios miserables, cantinas donde se mezclaban obreros, delincuentes y coristas, prisiones donde por igual iban a dar criminales, vagabundos, pordioseros y putas. Sino de ese hermético mundo interior que habitó desde siempre. Quizás la realidad material –conflictiva, abrumadoramente triste- servía al mismo tiempo como máscara y como vía de confesión íntima. Hay artistas que hablan del sufrimiento colectivo para graficar sus pesares personales, artistas que emplean la épica con fines líricos. Chaplin tal vez fue uno de ellos. 

En las películas de Chaplin siempre vemos en detalle lo que ocurre –huelgas, manifestaciones sindicales, represión policial, masas en proceso de revuelta. Pero casi nunca vemos cómo es que Charlot llegó allí. ¿Cuál es la historia de este hombre que observa la felicidad con desconfianza y eleva la bandera de la revolución por accidente? ¿Se trata de un alienado que pasa por la vida recolectando residuos, contento con las sobras de los otros a pesar de la inminencia del desastre? ¿O es un hombre golpeado desde el principio, en una vida anterior, y que no halla otro medio de desfogue que el tumultuoso escenario de la vida pública? Tal vez sea solamente un mensajero secreto que, más allá del set de filmación, se confunde con su creador en una misma tristeza. Tal vez el mundo es el papel idóneo donde ciertas almas pueden descargar su grito, con esa considerada elegancia del que lo quiere inaudible.

Hoy en día es común contemplar un Chaplin dividido: por un lado marcha el vagabundo, encarnación de un humor social o socialista, prodigando risas entre generaciones distantes; y por otro, el melancólico hombre real, posiblemente el cómico más solitario y más triste. Una división artificial, tal vez. Porque si aceptamos la premisa de que un artista no puede despojarse de su historia a la hora de ejecutar sus obras, al menos en los casos en que el arte es una expresión enteramente personal, podemos libremente especular que si Chaplin fue un hombre triste, llevó con discreción esa tristeza privada al mundo del espectáculo. El milagro está allí: las luces del set, las candilejas, los espejos, en lugar de reflejar o revelar tal verdad, la hicieron difusa e indistinguible.

Prueba de ello es la sonrisa ambigua de Charlot. Una sonrisa que convoca a los fantasmas del presente y del pasado, que lleva ese pequeño gesto de dolor del hombre oprimido por la injusticia y ese otro gesto ilegible cuya clave conoce solamente el artista. Sonrisa triste, agorera, timorata, casi como inmerecida, que trae a la memoria la cordialidad melancólica de los desposeídos, pero también esa angustia secreta de lo inconfesable. Es una sonrisa que calla muchísimo, una sonrisa a medias. La vemos en “Vida de perro”, en “Luces de la ciudad”, que son precisamente las grandes obras maestras de ese genio millonario y mendicante.

(Publicado originalmente en el blog de la editorial 7Vientos)


Escrito por

Marco Escalante

Malabarismos del tedio


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