En algún punto de su rejuvenecida disquisición en torno al valor, el precio y la ganancia, Karl Marx incluye al gato entre los artículos de lujo –junto con las joyas, los caballos y los mayordomos. Su punto de referencia eran, por supuesto, las sociedades industrializadas, donde el caballo ya no sirve como medio de transporte ni el gato tiene el oficio de exterminar alimañas. Ambos animales, víctimas de los efectos del vapor, pierden su prestigio productivo, pero recuperan su mítico talante aristocrático, que la burguesía adopta como símbolo de status. 

El dato es además una feliz coincidencia que bien puede arrojar luces sobre el Zizek lector y su amor por el detalle. Qué otra fuente sino Marx puede explicar su respuesta a esta pregunta anónima que surgió en un diálogo masivo y digital: “¿Qué cree usted que podemos aprender de los gatos?” Zizek dice: “Absolutamente nada. Me gusta encontrar signos de la lucha de clases en territorios extraños. Por ejemplo, es muy claro que en la tradición clásica de Hollywood los vampiros y los zombies ilustran la lucha de clases. Los vampiros son ricos y viven entre nosotros. Los zombies, en cambio, son pobres, feos, estúpidos y nos atacan desde fuera. Lo mismo ocurre con los perros y los gatos. Los gatos son ociosos, perversos y explotadores; los perros, en cambio, son leales y trabajan duro. Si yo fuera parte del gobierno, crearía un impuesto a la posesión de gatos, un impuesto riguroso y alto”.

En el excelente blog Critical Theory, un consternado lector que siguió la discusión digital salió en defensa del gato: “No estoy de acuerdo. ¿No son acaso los gatos como Bartleby el escribano, ese personaje entrañable que hizo del ‘no’ su divisa? Los perros, en cambio, representan la ética laboral puritana, son ciegamente leales a la servidumbre y al trabajo”.

Entrar en la discusión con la irreverencia saludable de Zizek o el sensible arrebato literario del lector que hizo del gato una criatura de Melville, sería abundar en la ya copiosa colección de dicotomías que oponen a estos animales como si fueran agua y aceite –allí está el gato, como encarnación poética de la indiferencia o el misterio, y el perro como un animal vulgar y servil, atento solamente a los caprichos de su amo; impenetrable uno, legible y simple el otro: los filósofos y los poetas tienen gatos; los cazadores y los campesinos, perros; en suma, el gato aparece como gusto adquirido, y el perro como alianza natural y pedestre.

Vayamos un poco más allá de la especulación habitual que tiene como escenario la habitación cerrada, alcancemos, si se quiere, ese dominio empírico donde el perro se transforma en gato y viceversa. Pienso, por ejemplo, en esos grandes cuadros que nos legó el medioevo donde aparecen reyes y señores de la guerra acompañados por un perro. Un esfuerzo intuitivo halla pronto la grandeza, el porte señorial del aristócrata en cuestión como un espejismo vulgar solventado por botines de dudosa procedencia, mientras su perro, verdadero protagonista del lienzo, dicta mínimas lecciones de soberana humildad, ofreciendo dócilmente su figura a un pintor que adivinó su belleza.

Y el gato, ausente ya en los estantes, caballetes y escritorios, ¿no se anuncia con sensual maullido en los techos de las casas? Hay que seguirlo por los callejones sucios, encontrarlo entre las ruinas de los barrios miserables, desprendido de su clase, de su casta, de su garbo señorial y filosófico, para perorar solamente con sus actos lecciones maravillosas de supervivencia. De ese gato de quien un día sintieron común orgullo y amor tanto el príncipe como el poeta, también aprende a vivir el menesteroso. Es esta lección de anarquía amatoria y Darwinismo lo que no han podido ver Zizek ni Marx, las respectivas tardes en que concibieron al gato como una mercancía de lujo.

[En la foto, curiosa por cierto, Zizek abrazando a un gato que se parece a Marx]