Nadie como Julien Graq para escribir sobre ajedrez. En la breve página que le dedica al santo padre del deporte ciencia, Wilhem Steinitz, parece en realidad que hablara de un principio guía, unificador, filosófico casi, que mueve a ciertos ajedrecistas a emprender sus partidas como si fueran minúsculos elementos de una obra compleja que toma toda una vida. Así Steinitz, más que ajedrecista, parece teólogo, o literato por condena al estilo Flaubert: el hombre trebejo, en suma.
La comparación con Flaubert no es abusiva, porque Steinitz es un precursor del jugador moderno –ese que no entiende de nada, salvo de ajedrez, y cuya vida, incluso la privada, está circunscrita a los escaques de un tablero (no sorprende en absoluto que tantos ajedrecistas terminen casados entre sí, unión al fin que equivale a la celibacía).
Tampoco es abusivo pensar en los monjes. Peter Leko, campeón húngaro y jugador de élite, lleva una vida austera que incluye la meditación, el vegetarianismo y un estilo de juego que prohíbe el exceso como si fuera un atentado contra la virtud. Su compatriota, Laszlo Polgar, separó muy temprano a sus hijas del mundo y en el convento de cálculo en que convirtió su casa las adiestró para que socavaran los cimientos de un deporte tradicionalmente patriarcal. Judit Polgar, una de sus hijas, ha humillado durante su larga carrera cientos de orgullos masculinos en los torneos más exigentes del mundo.
Lo que los ajedrecistas llaman “fuerza psicológica”, es en realidad una fuerza espiritual, al menos en los que transforman la visión del juego y lo revolucionan integrándolo al futuro. El oso de Bakú, Garry Kasparov, adquirió su sobrenombre por esa presencia física que inclusó asustó a Putin, pero es en realidad el ensanchamiento de un espíritu romántico, o volcánico, lo que al final encendió esa imaginación artística y combinatoria que derribó los muros del ajedrez oficial soviético, que encarnaban en Karpov.
He dicho imaginación, y con ella llega inevitablemente la belleza. Para los que hemos hurgado en los archivos del pasado ajedrecístico, no es un milagro el hecho de que una jugada maestra o una partida singular por las artes combinatorias de los maestros enfrentados, adquieran todo el poder del mejor verso, o el aliento de la gran novela. Hay musicalidad, inspiración, armonía, revelación espiritual y estética en ciertas partidas de Morphy, Fischer, Tal, Spassky y Kasparov. Hay una poesía silenciosa, perseverante, incansable, melancólica y letal en el estilo de Magnus Carlsen, actual campeón del mundo que ahora mismo pone en juego su trono ante el magnífico Anand.
Para alcanzar ese punto que supera en mucho el mero profesionalismo, el ajedrecista sabe que la inversión debe ser total: se juega con el “ser”. De allí que la comparación con el alpinismo no sea arbitraria. En la gesta mental del ajedrez hay picos y precipicios, emociones que saben olfatear los que han lidiado de veras con la lentitud y la paciencia. El supuesto racionalismo monacal del ajedrez es una verdad relativa; la revolución proviene de espíritus desbalanceados –sublimes como el de Morphy, volcánicos como el de Kasparov, profundamente tristes (aunque las leyes del mercado impongan una imagen diferente) como el de Magnus Carlsen.