Mike Tyson dijo alguna vez que le bastaba con sorprender un pestañeo en su rival, segundos antes de la pelea, para saber que la tenía ganada. Ese pestañeo se observa claramente, por ejemplo, en Michael Spinks, noqueado treinta segundos más tarde. Simeone es igualito. Apenas ayer, el entrenador del Bayer Leverkusen pestañeó, cometió el error de decir que el Atlético Madrid era el favorito, y Simeone de inmediato supo que tenía el duelo ganado.
Es fácil lidiar con el Atlético Madrid (un equipo bastante mediocre), pero es muy difícil lidiar con El cholo. Simeone tiene un talento del que carecen la mayoría de los entrenadores trabajando en Europa: la indecencia, la carencia de escrúpulos. Simeone saca el juego fuera de la cancha, combate en los flancos y también en las tribunas, transforma su cuerpo de asistentes en milicia y gradualmente convierte al Atlético en un equipo con 30 jugadores pujando por la victoria ilícita.
No hace falta ser muy memorioso para entender su escuela. Tampoco ser inglés para señalar con diez dedos a Argentina. Pero es que resulta inevitable, y triste para los que amamos la literatura argentina, constatar que aquel país del sur es una de las pocas cunas del juego sucio. Si existe un estilo nazi para dirigir un cuadro, ese estilo lo perfeccionó Bilardo; si el fútbol es la mejor arma para esconder genocidios, allí está Videla. La escuela de Simeone procede de esas fuentes, y el fútbol como espejo de la dictadura, si bien nació en Alemania, se perfeccionó en Argentina. El mundial del 78 pudo incrementar la historia universal de la infamia.
Pero claro, el cholo Simeone pertenece a otra época. No se puede dar el lujo de sembrar cadáveres, preparar pociones venenosas, robarle a su propia madre o torturar animalitos inocentes, como lo hizo sistemáticamente ese serial killer del fútbol que es Bilardo (médico como Menguele). No. El cholo Simeone pertenece a la época del capitalismo financiero, que requiere apegarse al protocolo internacional del hombre de negocios. No se puede vender el cholo Simeone con una daga en la mano derecha, una manopla en la izquierda y una cadena oculta en el bolsillo. Lo que reemplaza a esas joyas del tango y el fascismo es la pasión animal, la manera de concebir el fútbol no exactamente como negocio, sino como cosa de vida o muerte, honor mancillado y vendetta.
Esto explica el amor que Europa le tiene. Viejo continente moderado, se emociona con el cholo como con la hija de LePen. Quiere desprenderse de la calma científica y corporativa de Van Gal, de la prepotencia viril de Mourinho, de los gestos fúnebres de Wenger y la perfección terrorífica de Joachim Low. Quiere su cholo apasionado, su torero del sur, su camisa negra, para que el fútbol recupere algo de esa humanidad reaccionaria que perdió con la robotización de los atletas y su circulación como mercancías sobrevaloradas. El cholo, real como el pan y como el vino del pueblo, hace mucho con poco. Aplica chabacanamente la lección del capital de nuestros días: la clave de la victoria es la fuerza, la destrucción de la imaginación y el genio por medio del terror y la violencia.