El cinema-carrusel, perfeccionado por Steven Spielberg en su serie Indiana Jones, cumplía el objetivo de colocar al espectador en una montaña rusa, suprimiendo de la experiencia el padecimiento físico que acelera su disolución. MAD MAX FURY ROAD lleva este tipo de cine a un nuevo nivel e inaugura un género que se podría llamar cinema-concierto. Más que el vértigo de las persecuciones y el obligado comentario político que suele inflar este tipo de proyectos, lo que resalta en el último Max es la simbiosis de sus elementos visuales y sonoros en función de un espectáculo en vivo. De allí la importancia clave de la división de músicos que acompaña al "front man" metalero a la batalla: tambores monumentales, guitarras que arrojan fuego, maquillaje que transita de la estética glam a los estereotipos góticos, se constituyen en rasgos que, sumados al frenesí narrativo, consuman el producto cinematográfico ideal del parque de diversiones del futuro.
Estamos en las antípodas de la austeridad libertaria del ensayo fílmico que fue Woodstock. Mad Max es ficción pura que recurre a la saturación de estímulos con el fin de reducir al mínimo la experiencia cognitiva del espectador. El temblor, la ansiedad, el desgaste corporal, reemplazan a la fatiga que acompaña al ejercicio crítico. Desde esta perspectiva, Mad Max es un producto típico del capitalismo contemporáneo cuyo valor económico se incrementa o infla conforme se diluye el sentido.
Por esta razón, resulta casi ocioso incidir en los aspectos ideológicos de la película: su alusión al medio oriente es simplista, su feminismo, como el de Karl Lagerfeld, es de pasarelas. El verdadero propósito político de Mad Max está en la brutalidad de su forma, que sume al espectador en un mundo artificial donde la sobre-estimulación sensorial no da tregua y busca hacerse adictiva. El cine como droga, como agresión física, como espacio en que se reafirman las tensiones psíquicas que el mercado y la competencia darwiniana demandan.