Ver las fantasías apocalípticas de los años setenta -Earthquake, Towering Inferno- hoy causa risa. La evolución de los efectos especiales las coloca más cerca de esa tradición japonesa donde las ciudades destruidas no ocultan su encantador aspecto de maquetas que de los filmes apocalípticos modernos (2012, San Andreas). Tampoco conocían los artífices de los desastres setenteros el mecanismo hiperbólico de la acumulación: sus desastres eran exclusivos, no excedían la noción que el espectador tenía de los mismos. Hoy en día los desastres vienen juntos y amenazan la existencia no de una zona específica, sino la del planeta entero: terremotos, maremotos, temblores, avalanchas y erupciones volcánicas se expanden por el mundo entero en cosa de semanas, como una plasmación geológica del fin de la historia.
San Andreas es precisamente el fruto más depurado de esta paradoja: el realismo portentoso de la destrucción que muestra se diluye gracias a un proceso de acumulación que torna tal desastre en fenómeno imposible. La virtud tranquilizadora de filmes como San Andreas consiste en desplazar la posibilidad científica hacia el territorio inocuo del juego, donde el desastre, por más real que parezca, proviene de las fantasía infantiles plasmadas con bloques LEGO.
Algo similar ocurre con las películas de Quentin Tarantino, donde la violencia es un artificio lúdico y formal que nunca perturba realmente al espectador. Sucede lo contrario en Irreversible, la película de Gaspar Noé, donde la violencia es tan cruda y carnal, que los espectadores suelen abandonar el cine mucho antes de que la película termine.
En este sentido, San Andreas es un filme paradójicamente anti-apocalíptico. Está hecho no con ánimo profético, sino con voluntad terapéutica. Su real objetivo es convencer al espectador que lo que muestra es una ficción escandalosa, algo que no puede pasar.
No sorprende que este desplazamiento del desastre geológico hacia el territorio de la fantasía catártica aparezca precisamente en tiempos en que los políticos reaccionarios niegan la posibilidad de la debacle ecológica. El calentamiento de la tierra, la polución irreversible del aire, los ríos y los mares, son, en el discurso de estos políticos, fantasías apocalípticas de dudosa procedencia. Películas mediocres como San Andreas llegan para confirmar el engaño, oponiendo a los terrores legítimos de nuestra época el viejo aserto del escapismo: ES SOLO UNA PELÍCULA.